UN CUENTO: ¿NO QUEREMOS EXTRANJEROS?
Era
la noche de Navidad y en todas las casas se disponían las familias para
celebrar la Nochebuena. De pronto, en el silencio de la noche, se oyó
un fuerte ruido en la calle. Algunas personas se asomaron con miedo a
sus ventanas y vieron a un grupo de hombres del pueblo pintando en la
pared de una tienda: “¡Fuera extranjeros!”…. “No queremos que en España vivan personas que no hayan nacido aquí”… La
tienda era propiedad de una familia de Marruecos que vivía allí desde
hace siete años en un piso muy bonito y sus tres hijos estudiaban en el
colegio de aquella barriada.
La
gente del pueblo, por miedo, no llamó a la policía y aquellos hombres
malos se marcharon tan tranquilos y con grandes risotadas. Al poco rato,
dentro de la tienda se oyeron algunas voces; parecía como si las cosas
que había allí dentro hablaran: “¡Vámonos a nuestra tierra!”… decía el
café. “Pero ¿te has vuelto loco? ¿Cómo nos vamos a ir?”… contestaba la
carne. “¿Es que no te das cuenta que aquí no nos quieren?... ¡Venga, nos
iremos ahora mismo!”… respondió el azúcar.
Y
la tienda empezó a agitarse como si fuese un hormiguero. El café se
marchó enseguida para Colombia y Brasil, de donde habían venido hace
muchísimos años. El té provenía de la India, Camerún y Ruanda y también
tomó un avión para estos lugares. Los collares de diamantes, los anillos
y otras prendas de oro sacaron vuelo para Sudáfrica, Sierra Leona y el
Congo. El cobre se fue a Chile y el níquel a Nigeria. Las telas de
algodón prepararon su pasaporte para Egipto y las de seda para China.
Toda la ropa vaquera se largó a EE.UU.
La
carne, roja de vergüenza y enfado, hizo sus maletas para Argentina y
las bananas para Guatemala, Colombia y Nicaragua. El maíz y las patatas
se repartieron por todos los países de Latinoamérica, donde habían
nacido sus tatarabuelos. Naranjas, limones y mandarinas se fueron a
Extremo Oriente, de donde los habían traído los árabes hace siglos. Los
eucaliptos regresaron a Australia y los cipreses a Persia, que ahora se
llama Irán; los tomates a Perú, las berenjenas a la India, los pimientos
a Guayana y el maíz a México. El arroz, la alubia, el melocotonero y el
tabaco regresaron para siempre a sus países de origen. Y así, poco a
poco, cada producto se marchó a su país de nacimiento. Poco a poco la
tienda se iba quedando casi vacía.
La
gente del barrio volvió a asomarse a sus ventanas al sentir tanto
movimiento en la calle de los productos extranjeros que se marchaban tan
enfadados. Pero no hacían nada porque pensaron: “¡Bueno, que se vayan! Aquí tenemos de sobra y nuestras fábricas producen de todo”… Sin
embargo, en ese mismo momento, el fuego de sus cocinas se apagó: la
comida se estropeó y sus hornos dejaron crudo el pavo de navidad, pues
el gas se marchó volando a Argelia. Así que tuvieron que pedir
urgentemente en todos los hogares una tele-pizza, pero les contestaron
que el negocio había cerrado porque ¡todas las pizzas se habían ido a
Italia sin avisar!
Dispuestas
a no quedarse sin la cena navideña, muchas familias cogieron sus coches
para ir a algún restaurante que quedase abierto, pero… ¡no había
gasolina en sus depósitos ni en las estaciones de servicio!... El
petróleo se fue a Venezuela, a Irak y a otros países árabes. Además, los
coches habían quedado hechos una birria: el caucho de las ruedas
también se había marchado y las carrocerías parecían de chicle, pues el
aluminio, el hierro, el plástico etc. ya no estaban tampoco.
¡Vaya
Navidad!... Casi desesperados, con mucha hambre y aburridos, unos
conectaron el ordenador para pasar el tiempo con un video-juego; otros
marcaron mensajes en sus teléfonos móviles. Pero tampoco pudieron
hacerlo: nadie sabía que tales mecanismos funcionan con un mineral
llamado coltán, que fue el primero en irse al Congo, de donde lo habían
traído recientemente. Además, estos utensilios tan modernos ya habían
reservado billete para Japón, Taiwán y Tailandia.
“¡Bueno, no pasa nada! Encendamos la chimenea de leña y cantemos “Noche de Paz”… se
dijeron unos a otros para animarse. Pero ni siquiera eso pudieron
cantar: el villancico había regresado a Austria a vivir en la casa de su
compositor. Entonces, aquella gente de aquel barrio miró con lagrimas
de arrepentimiento la pintada en la pared de la tienda: “¡Fuera extranjeros!”…
y pensaron que no debieron haber permitido a aquellos brutos hacer tal
barbaridad. Y colorín colorado, ¡qué bien que las cosas y personas de
distintos lugares del mundo se hayan mezclado!
Esteban Tabares (Sevilla Acoge)
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